miércoles, 19 de enero de 2011

Huérfanos Exquisitos

Diseñados para sobrevivir, los huevos de insecto aguardan e incuban donde sea que sus padres los depositen.

Por Rob Dunn

Nos engañamos casi a diario. Imaginamos que la Tierra es nuestra, pero les pertenece a ellos. Apenas hemos comenzado a contar sus variedades. Aparecen nuevos tipos en Manhattan, en los patios, casi cada vez que volteamos un tronco. No hay dos que se vean iguales. Serían como extraterrestres entre nosotros si no fuera porque, desde donde se vea, los raros somos nosotros, ajenos a sus formas de vida, más comunes que la nuestra.

Mientras que los monstruos vertebrados han ido y venido, los insectos han seguido apareándose e incubando y, al mismo tiempo, poblando cada pantano, árbol y parcela de tierra. Hablamos de la era de los dinosaurios o la de los mamíferos, pero desde que el primer animal trepó a tierra, todas las eras han sido también de los insectos, mírese como se mire.

Sabemos, en parte, lo que hace diferentes a los insectos. Esos otros primeros animales se ocuparon de sus crías, como la mayoría de sus descendientes, las aves, los reptiles y los mamíferos, que aún les llevan comida a sus vástagos y pelean para protegerlos. Los insectos, en general, abandonaron estas tradiciones por una vida más moderna.

Los insectos desarrollaron huevos más duros y una extremidad especial, un ovipositor, que algunos usan para hundir sus huevos en el tejido de la Tierra. Levanta una piedra y los verás ahí. Parte un pedazo de madera, y ahí estarán también. Pero no sólo en esos lugares. Los pájaros se las ven difíciles para encontrar sitios donde anidar, pero los insectos desarrollaron la habilidad de convertir cualquier cosa en una guardería: madera, hojas, tierra, agua, incluso cuerpos (especialmente cuerpos). Si existe una sola característica que haya asegurado la diversidad y éxito de los insectos es que pueden abandonar a sus crías en casi cualquier parte y aun así lograr que sobrevivan, gracias a esos huevos.

En un inicio eran simples, suaves y redondos, pero luego de 300 millones de años los huevos de insectos se han vuelto tan variados como los lugares donde reinan los insectos. Algunos huevos parecen tierra; otros plantas. Cuando los encuentras, podrías no saber de qué se trata en un principio. Sus formas son inusuales y están decoradas con ornamentos y diversas estructuras. Algunos respiran por largos tubos que extienden a través del agua. Otros cuelgan de tallos sedosos. Otros más vagan sin rumbo en el viento o montados sobre moscas. Son tan coloridos como las piedras, de tonos turquesa, pizarra y ámbar. Es común que tengan espinas, lo mismo que lunares, hélices y rayas.

Sin embargo, el funcionamiento básico de los huevos de insecto, como el de cualquier otro, es reconocible. El huevo desarrolla su caparazón mientras sigue en el interior de la madre. Ahí el esperma debe encontrar una apertura al final del huevo, el micrópilo, y atravesarlo nadando. El esperma espera esta oportunidad dentro de la madre, a veces por años. Un esperma exitoso, cansado pero victorioso, fertiliza cada huevo, y esta unión produce los principios indiferenciados de un animal alojado dentro de una membrana parecida a un útero. Aquí se forman los ojos, las antenas, la boca y lo demás. Mientras esto sucede, la criatura respira por los aerópilos del huevo, a través de los cuales se distribuye en el interior el oxígeno y sale el bióxido de carbono. Que todo esto ocurra en una estructura que típicamente no es más grande que un grano de azúcar morena es al mismo tiempo increíble y normal. Después de todo, esta es la forma en la que comenzaron la mayoría de los animales que han vivido en la Tierra hasta ahora.

Lo que ves en estas páginas son huevos que pertenecen a unas pequeñas ramas del árbol de la vida de los insectos. Entre ellos están los de algunas mariposas que enfrentan extraordinarias penalidades para defenderse de los predadores y, a veces, de las plantas en las que son depositados. Algunas pasifloras transforman partes de sus hojas en formas que se parecen a los huevos de mariposa; las madres mariposa, al ver los "huevos", se van a otras plantas a depositar sus bebés. Semejantes imitaciones son imperfectas, pero afortunadamente también lo es la visión de la mariposa.

 

Los huevos también deben evitar de alguna manera que les depositen en su interior huevos de otro tipo de insectos, los parasitoides. Las avispas y moscas parasitoides usan sus largos ovipositores para introducir sus huevos en los huevos y cuerpos de otros insectos. Alrededor de 10 % de todas las especies de insectos son parasitoides. Es una vida llena de recompensas, con el único castigo de la existencia de los hiperparasitoides, que depositan sus huevos adentro de los cuerpos de los parasitoides cuando están dentro de los cuerpos o huevos de sus huéspedes. Muchos huevos y orugas de mariposas eventualmente se convierten en avispas como consecuencia de este teatro de la vida. Incluso los huevos muertos y en conserva que se muestran aquí podrían contener algún misterio. Dentro de algunos hay jóvenes mariposas, pero en otros podría haber avispas o moscas que ya se comieron su primera cena y, por supuesto, también la última.

De vez en cuando, y en contra de todas las probabilidades, un grupo de insectos tiene una leve regresión y decide cuidar a sus crías de manera más activa. Los escarabajos peloteros hacen bolas de estiércol para sus bebés. Los escarabajos carroñeros ruedan cuerpos. Y luego están las cucarachas, algunas de las cuales llevan en la espalda a sus ninfas recién nacidas. Los huevos de estos insectos han perdido sus rasgos distintivos y se han vuelto redondos de nuevo, como huevos de lagartija, y por tanto se han hecho más vulnerables y necesitan cuidados, como nuestras propias crías. No obstante, sobreviven.

Desde hace millones de años, los insectos han salido de huevos. Sucede ahora, a tu alrededor. Si pones atención, casi podrías escuchar los caparazones desmoronándose mientras unas patas diminutas, seis a la vez, irrumpen en el mundo.

http://ngenespanol.com/2010/09/huerfanos-exquisitos/

Allan E. Ovalles C.

Electrónica del Estado Sólido

Huérfanos Exquisitos

Diseñados para sobrevivir, los huevos de insecto aguardan e incuban donde sea que sus padres los depositen.

Por Rob Dunn

Nos engañamos casi a diario. Imaginamos que la Tierra es nuestra, pero les pertenece a ellos. Apenas hemos comenzado a contar sus variedades. Aparecen nuevos tipos en Manhattan, en los patios, casi cada vez que volteamos un tronco. No hay dos que se vean iguales. Serían como extraterrestres entre nosotros si no fuera porque, desde donde se vea, los raros somos nosotros, ajenos a sus formas de vida, más comunes que la nuestra.

Mientras que los monstruos vertebrados han ido y venido, los insectos han seguido apareándose e incubando y, al mismo tiempo, poblando cada pantano, árbol y parcela de tierra. Hablamos de la era de los dinosaurios o la de los mamíferos, pero desde que el primer animal trepó a tierra, todas las eras han sido también de los insectos, mírese como se mire.

Sabemos, en parte, lo que hace diferentes a los insectos. Esos otros primeros animales se ocuparon de sus crías, como la mayoría de sus descendientes, las aves, los reptiles y los mamíferos, que aún les llevan comida a sus vástagos y pelean para protegerlos. Los insectos, en general, abandonaron estas tradiciones por una vida más moderna.

Los insectos desarrollaron huevos más duros y una extremidad especial, un ovipositor, que algunos usan para hundir sus huevos en el tejido de la Tierra. Levanta una piedra y los verás ahí. Parte un pedazo de madera, y ahí estarán también. Pero no sólo en esos lugares. Los pájaros se las ven difíciles para encontrar sitios donde anidar, pero los insectos desarrollaron la habilidad de convertir cualquier cosa en una guardería: madera, hojas, tierra, agua, incluso cuerpos (especialmente cuerpos). Si existe una sola característica que haya asegurado la diversidad y éxito de los insectos es que pueden abandonar a sus crías en casi cualquier parte y aun así lograr que sobrevivan, gracias a esos huevos.

En un inicio eran simples, suaves y redondos, pero luego de 300 millones de años los huevos de insectos se han vuelto tan variados como los lugares donde reinan los insectos. Algunos huevos parecen tierra; otros plantas. Cuando los encuentras, podrías no saber de qué se trata en un principio. Sus formas son inusuales y están decoradas con ornamentos y diversas estructuras. Algunos respiran por largos tubos que extienden a través del agua. Otros cuelgan de tallos sedosos. Otros más vagan sin rumbo en el viento o montados sobre moscas. Son tan coloridos como las piedras, de tonos turquesa, pizarra y ámbar. Es común que tengan espinas, lo mismo que lunares, hélices y rayas.
Sin embargo, el funcionamiento básico de los huevos de insecto, como el de cualquier otro, es reconocible. El huevo desarrolla su caparazón mientras sigue en el interior de la madre. Ahí el esperma debe encontrar una apertura al final del huevo, el micrópilo, y atravesarlo nadando. El esperma espera esta oportunidad dentro de la madre, a veces por años. Un esperma exitoso, cansado pero victorioso, fertiliza cada huevo, y esta unión produce los principios indiferenciados de un animal alojado dentro de una membrana parecida a un útero. Aquí se forman los ojos, las antenas, la boca y lo demás. Mientras esto sucede, la criatura respira por los aerópilos del huevo, a través de los cuales se distribuye en el interior el oxígeno y sale el bióxido de carbono. Que todo esto ocurra en una estructura que típicamente no es más grande que un grano de azúcar morena es al mismo tiempo increíble y normal. Después de todo, esta es la forma en la que comenzaron la mayoría de los animales que han vivido en la Tierra hasta ahora.

Lo que ves en estas páginas son huevos que pertenecen a unas pequeñas ramas del árbol de la vida de los insectos. Entre ellos están los de algunas mariposas que enfrentan extraordinarias penalidades para defenderse de los predadores y, a veces, de las plantas en las que son depositados. Algunas pasifloras transforman partes de sus hojas en formas que se parecen a los huevos de mariposa; las madres mariposa, al ver los "huevos", se van a otras plantas a depositar sus bebés. Semejantes imitaciones son imperfectas, pero afortunadamente también lo es la visión de la mariposa.


Los huevos también deben evitar de alguna manera que les depositen en su interior huevos de otro tipo de insectos, los parasitoides. Las avispas y moscas parasitoides usan sus largos ovipositores para introducir sus huevos en los huevos y cuerpos de otros insectos. Alrededor de 10 % de todas las especies de insectos son parasitoides. Es una vida llena de recompensas, con el único castigo de la existencia de los hiperparasitoides, que depositan sus huevos adentro de los cuerpos de los parasitoides cuando están dentro de los cuerpos o huevos de sus huéspedes. Muchos huevos y orugas de mariposas eventualmente se convierten en avispas como consecuencia de este teatro de la vida. Incluso los huevos muertos y en conserva que se muestran aquí podrían contener algún misterio. Dentro de algunos hay jóvenes mariposas, pero en otros podría haber avispas o moscas que ya se comieron su primera cena y, por supuesto, también la última.

De vez en cuando, y en contra de todas las probabilidades, un grupo de insectos tiene una leve regresión y decide cuidar a sus crías de manera más activa. Los escarabajos peloteros hacen bolas de estiércol para sus bebés. Los escarabajos carroñeros ruedan cuerpos. Y luego están las cucarachas, algunas de las cuales llevan en la espalda a sus ninfas recién nacidas. Los huevos de estos insectos han perdido sus rasgos distintivos y se han vuelto redondos de nuevo, como huevos de lagartija, y por tanto se han hecho más vulnerables y necesitan cuidados, como nuestras propias crías. No obstante, sobreviven.

Desde hace millones de años, los insectos han salido de huevos. Sucede ahora, a tu alrededor. Si pones atención, casi podrías escuchar los caparazones desmoronándose mientras unas patas diminutas, seis a la vez, irrumpen en el mundo.

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Allan E. Ovalles C.

Electrónica del Estado Sólido

Nuevo dinosaurio carnívoro de Argentina tenía sistema respiratorio parecido al de las aves

MENDOZA, Argentina—Se descubrieron los restos de un nuevo dinosaurio depredador de 10 metros de longitud en las orillas del Río Colorado en Argentina, lo cual proporciona claves sobre la evolución de su particular sistema respiratorio.

Un equipo de paleontólogos de la Universidad de Chicago al mando de Paul Sereno, National Geographic Explorer-in-Residence, dio a conocer su descubrimiento el 29 de septiembre en la publicación en línea Public Library of Science ONE. Durante la conferencia de prensa para anunciar el descubrimiento en Mendoza, Argentina, se unieron a Sereno, Ricardo Martínez y Óscar Alcober, ambos de la Universidad Nacional de San Juan, Argentina.

"Entre los animales terrestres, las aves tienen un sistema particular de respirar. Los pulmones no se expanden", dijo Sereno. Las aves han desarrollado un sistema de sacos aéreos que ayudan a bombear el aire dentro de los pulmones. Es la razón por la cual los pájaros pueden volar más alto y más rápido que los murciélagos, los cuales, al igual que todos los mamíferos, expanden sus pulmones en un proceso de respiración menos eficiente.

El nuevo dinosaurio descubierto por Sereno y sus colegas en 1996 se llama Aerosteon riocoloradensis ("huesos de aire del Río Colorado"). El Aerosteon fue hallado en rocas que datan del periodo Cretácico, hace unos 85 millones de años, y representa un linaje que sobrevivió aislado en América del Sur. Sus parientes más cercanos son el Allosaurus de América del Norte, que se extinguió millones de años antes y fue reemplazado por tiranosaurios.

"Este dinosaurio, a diferencia de otros, proporciona claves obre los sacos de aire de los sistemas respiratorios de las aves", dijo Martínez. Sus huesos tienen las clásicas bolsas de aire y textura esponjosa conocida como "neumatización", donde los sacos de aire de los pulmones invaden los huesos. Estos huesos llenos de aire son la marca representativa del sistema de sacos de aire de la respiración de los pájaros.

Alcober comentó, "A pesar del gran tamaño de su cuerpo y la falta de un esternón o caja torácica parecidos a los de las aves, este carnívoro tenía pulmones que ya funcionaban de forma bastante parecida a los de los pájaros."

 

Aerosteon proporcionó los datos necesarios para confirmar una relación con las aves, huesos huecos frente y detrás de las costillas, como la espoleta (fúrcula) y el principal hueso pélvico (ilion).

El co-autor del artículo de PLoS ONE, Jeffrey Wilson, de la Universidad de Michigan, dijo, "La historia antigua de las características como estos sacos de aire está llena de giros sorprendentes. La razón de su presencia tanto en un depredador grande como Aerosteon como en los pollos debe obedecer a una causa."

Sereno observó que Aerosteon tiene sacos de aire en un lugar inusual. "Dan la vuelta alrededor del cuerpo y entran en las costillas del estómago. Parece que este animal tenía un sistema de tubos de aire bajo la piel."

El equipo destacó tres teorías para explicar la evolución de los sacos de aire en los dinosaurios en su artículo: el desarrollo de un pulmón más eficiente; la reducción de la masa corporal superior para criaturas corredoras de dos patas; y la liberación de calor corporal excesivo.

Sereno está especialmente intrigado con la pérdida de calor, dado que Aerosteon probablemente era un depredador de alta energía con plumas pero sin glándulas sudoríparas, como las aves. Con el peso de un elefante, Aerosteon podría utilizar un sistema de aire bajo la piel para disipar el calor no deseado.

En el artículo de PLoS ONE también contribuyeron David Varricchio, de la Universidad Estatal de Montana y Hans Larsson, de la Universidad de McGill.

La expedición que llevó al descubrimiento de este dinosaurio recibió el apoyo de la National Geographic Society y de la David and Lucile Packard Foundation.

http://ngenespanol.com/2008/09/nuevo-dinosaurio-carnivoro-de-argentina-tenia-sistema-respiratorio-parecido-al-de-las-aves-noticias/

Allan E. Ovalles C.

Electrónica del Estado Sólido

CASI HUMANOS

Los chimpancés de Fongoli

 

En las sabanas de Senegal, los chimpancés cazan gálagos con palos semejantes a lanzas. Este caldo de cultivo de "tecnología chimpancé" ofrece pistas sobre nuestra propia evolución.

 

El alba llega de improviso y veloz, como si una mano invisible alcanzara un interruptor y encendiera la luz. Es la señal para que 34 chimpancés despierten. Yacen en los nidos que construyeron la noche anterior, en los árboles ubicados a la orilla de una meseta. Un chimpancé salvaje no abandona el lecho silenciosamente. Estos animales despiertan gritando. Los sonidos que escucho tienen nombres técnicos –gruñido jadeante, chillido, aullido– pero para un recién llegado, se trata sólo de un ruido loco y exuberante que se va intensificando. No es posible escucharlo sin sonreír.

 

No se trata de chimpancés que se hayan visto en estas páginas. Son primates de la sabana arbolada que se encuentran al este de Senegal y a través de la frontera en el oeste de Malí. A diferencia de sus conocidos parientes selváticos, los chimpancés de la sabana arbolada (Pan troglodytes verus) pasan casi todo el día en el suelo. Aquí no hay grandes copas de árboles que formen un dosel como en la selva. Los árboles crecen bajos y muy dispersos. Es un ambiente abierto y espinoso, muy similar al terreno donde evolucionaron los primeros humanos. Por ello las comunidades de chimpancés como el grupo de Fongoli –llamado así por un arroyo que corre donde habitan– son de un valor inigualable para los científicos que estudian el origen de nuestra especie.

 

A las 8 a. m. mi termómetro barato marca 32˚ C. Nuestras camisas están marcadas por las mismas líneas blancas de sal que aparecen en invierno sobre las botas de la gente. Aquí la sal proviene del sudor. La meseta que cruzamos es un terreno de nadie, de rocas rojas y cáncer de piel, sin árbol alguno que proteja de la caída del sol ecuatorial. Cada uno de nosotros carga tres litros de agua en su mochila. Estaba fresca cuando salimos. Para el mediodía estará tan caliente que se podría preparar té. Pero no me estoy quejando. Sólo lo señalo. La vida en la sabana –incluso en la llamada "sabana mosaico", suavizada por manchas de árboles frondosos junto al cauce de los ríos– es muy dura.

 

Si uno es un primate acostumbrado a lugares más verdes, debe modificar su comportamiento para sobrevivir. Nuestros ancestros homininos más antiguos (simios bípedos) evolucionaron hace más de cinco millones de años al final del Mioceno, una época de extrema sequía que vio la creación de amplias extensiones de praderas. Los primates tropicales que quedaron ahí ya no tenían frutas en abundancia ni riachuelos o lagos durante todo el año. Fueron obligados a adaptarse, a ampliar su búsqueda de alimento y agua, a sacar ventaja de otros recursos. En pocas palabras, a ser creativos.

 

En 2007, Jill Pruetz, antropóloga de la Universidad Estatal de Iowa, dio a conocer que un chimpancé hembra de Fongoli llamado Tumbo había sido vista dos años antes, a un kilómetro de donde nos encontramos ahora, afilando una rama con sus dientes y usándola como lanza. La dirigió contra un gálago, un pequeño primate nocturno que mora en los árboles y brinca de rama en rama como saltamontes. Antes de esta noticia se pensaba que la práctica de elaborar herramientas para cazar y matar mamíferos era un comportamiento exclusivamente humano. En un lapso de 17 días, al inicio de la temporada de lluvias de 2006, Pruetz vio en 13 ocasiones a los chimpancés cazar gálagos. En 2007, hubo 18 avistamientos. Parecería que los chimpancés se están volviendo creativos. Hay individuos incómodos con las historias de Pruetz sobre chimpancés que usan lanzas, y no se trata sólo de los gálagos. Richard Wrangham, profesor de antropología biológica en Harvard, quien ha estudiado la agresión en los chimpancés en el Parque Nacional Kibale de Uganda, se mantiene escéptico.

 

Wrangham es ampliamente conocido por su teoría del "macho demoníaco", que sostiene que los salvajes asesinatos cometidos por chimpancés machos mientras patrullan su territorio apuntan hacia una naturaleza violenta en la esencia del hombre. El primatólogo Craig Stanford, autor del libro The Hunting Apes, también resta importancia a los hallazgos de Pruetz. "Este comportamiento es fascinante, pero las observaciones son preliminares y sólo merecen una pequeña nota en una publicación especializada". El informe se publicó en la revista Current Biology y, al parecer, la gente lo encontró interesante. En la semana siguiente, los hallazgos de Pruetz figuraron en más de 300 fuentes científicas y noticiosas. Fue la comunicación de primatología más comentada desde los informes de Jane Goodall sobre infanticidio y canibalismo en Gombe en los años setenta.

 

Pruetz y yo observamos a los chimpancés trepar desde sus nidos. Un macho grande cuelga con un brazo de una rama baja, meciéndose suavemente, sin ninguna prisa. La silueta está completamente erguida, asombrosamente humanoide. Se suelta, cae al suelo y se desplaza a través de la meseta. Es imposible no ver el simbolismo. Aquí está un chimpancé, considerado por muchos como lo más cercano que tenemos a un modelo viviente de nuestros ancestros homininos, cayendo literalmente de los árboles y moviéndose por la amplia extensión abierta de la sabana. Es como si viéramos una elipsis en una filmación de la evolución humana, el amanecer del hombre desplegándose en nuestros binoculares.

 

Jill Pruetz pasó cuatro años haciendo que los chimpancés de Fongoli se acostumbraran a la presencia humana –lo que los primatólogos denominan "habituación"– y los últimos tres veranos observándolos. Ella sigue a los chimpancés seis días a la semana, del alba al anochecer. No es un trabajo glamouroso. Se acalora, se ensucia y se agota. Su hogar es una cabaña con paredes de adobe y una letrina en el suelo que comparte con 30 aldeanos de Fongoli. La cena consiste en arroz con salsa de cacahuate, salvo cuando es salsa de cacahuate con mijo. Si los chimpancés viajan más lejos de lo acostumbrado, Pruetz regresa tan tarde a la aldea que su ración ya se la han dado a los perros. A veces, en vez de caminar los ocho kilómetros de regreso al campamento, se acurruca y duerme en el suelo (o toma una siesta en un nido abandonado de chimpancé). Le ha dado malaria siete veces. Sin embargo, rara vez uno se topa con alguien que tenga tanto amor por lo que hace, como Pruetz. Justo ahora está sentada en el suelo anotando con una mano y sacudiendo las llamadas abejas del sudor con la otra. La sangre de una ampolla ha traspasado el talón de su calcetín. Pero a juzgar por la actitud de Pruetz, bien podríamos estar en París. "A veces", dice, rascándose un piquete, "pienso que voy a despertar y todo será un sueño". Las recompensas han sido notables. Además del uso de herramientas para cazar, los chimpancés de Fongoli han exhibido otros comportamientos novedosos: remojarse en un hoyo con agua y pasar la tarde dentro de cuevas. Con 63 kilómetros cuadrados, Fongoli es el hábitat más amplio de cualquier grupo de chimpancés habituados que se haya estudiado (los de Jane Goodall, en contraste, vagan por 13 kilómetros cuadrados de terreno). Craig Stanford compara la búsqueda de comida en una gran extensión a saber cómo moverse por un supermercado enorme. Como Pruetz, cree que los chimpancés no buscan al azar, sino con premeditación y propósito. "Uno no transita por los pasillos del supermercado esperando vislumbrar el brócoli. Sabes en dónde está cada cosa, y en qué meses se pone a la venta la comida de temporada". Él piensa que lo mismo es cierto para los chimpancés. "Inteligencia ecológica" es el nombre de la teoría de que algunos primates, incluyendo a los de nuestro linaje, han desarrollado cerebros más grandes y complejos porque les ayudaron a adaptarse a los retos para sobrevivir en un hábitat menos generoso. "El primer empujón hacia un cerebro más grande –escribe Stanford– pudo ser el resultado de una dieta de alta calidad, distribuida irregularmente, y las habilidades cognitivas necesarias para localizarla". De alta calidad significa carne.

 

El cambio hacia una dieta con más carne quizá desempeñó un papel importante en la evolución de un cerebro más grande y sofisticado. Esta es la idea: los cerebros, usando la terminología acuñada por los investigadores Leslie Aiello y Peter Wheeler, son "tejidos costosos".

 

Para mantener en funcionamiento un cerebro más grande, otro órgano o sistema tiene que utilizar menores recursos. Un chimpancé requiere mucho menos comida rica en energía, como la carne, que la que necesitaría si se alimentara de materia vegetal baja en nutrientes. Gastar menos energía en la digestión significa que uno se puede permitir aplicarla en otra cosa, como potenciar un cerebro expandido. Como si la hubieran llamado a escena, una hembra de nombre Tia aparece en nuestro campo de visión, a seis metros de distancia, sentada en una roca y desgarrando carne de una extremidad; parece el comensal en un almuerzo campestre que comiera un inmenso muslo de pollo. Pruetz alza sus binoculares, y los vuelve a bajar. "¡Mierda! Es un antílope jeroglífico". Lo sabe por las marcas blancas de la tira de piel que cuelga de la pierna. "Es el animal más grande que los he visto comer". Supone que es un cervatillo. Los chimpancés de Gombe también han matado a veces a algunos cervatillos de antílope jeroglífico. Es la presa de chimpancé más grande que se haya registrado.

 

La caza y la temporada de lluvias coinciden en Fongoli, y Pruetz tiene algunas teorías acerca del motivo. Cuando los hoyos se llenan de agua y los retoños y otros follajes se vuelven más abundantes con la lluvia, la tierra proporciona el sustento para mantener a un grupo considerable de chimpancés en movimiento. Viajar en un conjunto grande tiene sus ventajas. Un chimpancé solitario o un grupo pequeño que salga por su cuenta puede perder el rastro de su comunidad por varios días. Para un chimpancé, socializar es importante. Pruetz señala a una hembra en celo, llamada Sissy; su trasero protuberante y rosado se menea detrás de ella como un polisón. "De otra manera, te pierdes de eso". Se refiere, claro, a la oportunidad de aparearse y heredar el material genético.

 

Ahora mismo, con dos lluvias que han iniciado la temporada, hay agua y comida apenas suficientes para que todo el grupo viaje unido. Pruetz cree que es este escenario –un gran número de individuos compitiendo por recursos limitados– lo que ha empujado a ciertos miembros de la comunidad a intentar lo nuevo, como afilar palos para cazar gálagos. Es un tipo de caza distinto a los ataques organizados de los monos colobos que se han registrado en otros lugares. A veces, al toparse con un tronco hueco y muerto –que promete albergar gálagos que duermen de día–, un chimpancé arranca una rama de otro árbol cercano, le quita las hojas y los extremos endebles, y luego usa los dientes para afilar una de las puntas. Después introduce la herramienta en un hoyo del tronco hasta que el animal que está dentro queda fuera de combate; entonces el chimpancé lo devora, empezando por la cabeza. "Como si fuera una paleta", dice Pruetz. Las hembras adultas de chimpancé y los jóvenes –los de rango más bajo– han sido vistos cazando gálagos con más frecuencia. Esto tiene sentido. Los machos dominantes no son generosos con la comida que encuentran, y nadie puede forzarlos a compartirla. Las hembras de Fongoli parecen haber tomado el asunto en sus propias manos.

 

Aquí viene Farafa, con su bebé Fanta en la espalda y un pernil de gálago en la mandíbula. Es un complejo y desordenado pedazo de anatomía, con tendón y piel colgando de un extremo. Tia la ve y se levanta para alejarse. La última imagen que veo de Tia es erguida, con su hueso ya limpio, agitándolo sobre su cabeza, como si recreara la escena del "amanecer del hombre" de la película 2001: Odisea del Espacio, de Stanley Kubrik. Los chimpancés de Fongoli tienen un don para lo dramático.

 

LA CONMOCIÓN MEDIÁTICA que provocó el informe de Pruetz sobre los chimpancés que usan lanzas hizo que su ausencia como ponente en el congreso La mente del Chimpancé, celebrado el año pasado, resultara desconcertante.

 

Ella estaba entre el público, pero no la invitaron a presentar una ponencia. Además, su asesor de posdoctorado, el primatólogo William McGrew, de la Universidad de Cambridge, hizo una breve referencia a la conducta de caza en Fongoli, pero no le dio crédito a ella por su trabajo, sino al coautor y ex estudiante de Pruetz, Paco Bertolani, ahora un estudiante de McGrew. Bertolani atestiguó el primero de los ejemplos observados de dicho comportamiento –que ya suman 40–, pero la etiqueta científica indica que quien debe ser mencionado es el investigador principal. McGrew se disculpó más tarde. Algunos primatólogos criticaron a Pruetz por exagerar el hallazgo sobre el uso de lanzas contra los gálagos. Cuando tu presa es más pequeña que tu mano, ¿estás realmente cazando?

 

Los primatólogos varones tienden a marcar la distinción por género: la opinión tradicional es que, en el mundo de los chimpancés, la caza –junto con la agresión y el asesinato– es del dominio de los machos. "Los pequeños mamíferos que obtienen las hembras y los jóvenes son 'recolectados' –dice Pruetz–, mientras que los machos 'cazan'". El concepto es que las hembras no cazan porque no lo necesitan; algunos piensan que los machos intercambian la carne por sexo, pero Pruetz no ha visto esto en Fongoli. Voy a dar mi opinión, si acaso tiene algún valor. Un día, mientras acompañaba a Pruetz, vi a un joven chimpancé llamado David junto a un hoyo de gálagos en un árbol. Lo escuchamos mucho antes de poder verlo: oímos un retumbante ¡pac! que congeló a Pruetz donde estaba. Dijo: "Espera, espera, eso suena como una lanza!". Volteamos, y ahí estaba, en una rama de un árbol de quino, sujetándose con una mano y agitando un grueso palo de un metro de largo sobre su cabeza. Lo metió con fuerza dentro del hoyo, y luego lo sacó y examinó la punta. Concluyendo que no había nadie en casa, se fue; dejó la lanza asomándose por el hoyo. La violencia y premeditación con las que ejecutó esa acción no sugerían de ninguna manera un animal que buscara comida con tranquilidad. Su objetivo era inconfundible: matar, o al menos incapacitar, a lo que estuviera ahí dentro.

 

Muchos de los expertos que revisaron el artículo de Pruetz tropezaron con la palabra lanza. Para empezar, sugiere un proyectil, y una técnica como la del hombre de Cro-Magnon: algo que se apunta a un blanco y se arroja (Pruetz dice que pensaba en la pesca con arpón cuando escogió el nombre). Stanford sugirió porra. Sin embargo, las porras no son afiladas. Alguien más propuso daga. Otro quería bayoneta. Al final, Pruetz quitó lanza del título y redactó el texto más cuidadosamente, haciendo referencia a una herramienta "usada a la manera de una lanza" (la prensa usó el término de todos modos. "Chimpancés con lanzas comen gálagos ensartados" era el frívolo encabezado en NewScientist.com). Le pregunté a Pruetz si quizá fue víctima de una conspiración de machos alfa primatólogos. Se rió. "Sí, tal vez no estoy haciendo suficientes gruñidos jadeantes" (el gruñido jadeante es una expresión de sumisión; un chimpancé que se tope con un semejante de mayor rango y no haga esta vocalización está buscando problemas). También puede ser que los humanos simplemente nos resistimos a la noción de que alguien, además de nosotros, construya armas para matar.

 

Uno pensaría que los primatólogos se sentirían cómodos con los límites cambiantes entre chimpancés y humanos. Sus secuencias genéticas son alrededor de 95 a 98 % iguales (esto es menos significativo de lo que parece. Los humanos comparten más de 80 % de su secuencia genética con los ratones, y tal vez 40 % con la lechuga). Una investigación reciente de los genomas de humanos y chimpancés, realizada por David Reich y sus colegas en el Instituto Broad, que pertence al Instituto Tecnológico de Massachusetts y a Harvard, en Cambridge, EUA, sugiere que los chimpancés y los homininos más antiguos podrían haberse cruzado tras la separación inicial de las dos líneas. Pero parece persistir una sensación de incomodidad con descubrimientos que, como señala Pruetz, "le restan a nuestra superioridad".

 

Desde los primeros días de la primatología, los descubrimientos sobre el comportamiento de los chimpancés que amenazan con socavar lo especial que caracteriza a los seres humanos, lo que nos hace únicos, se han enfrentado con una resistencia rencorosa. Muchos antropólogos se enfurecieron con las primeras referencias a una "cultura" de los chimpancés, concepto muy aceptado hoy en día. Los primeros informes de Jane Goodall sobre chimpancés que elaboraban herramientas (para "pescar" termitas) fueron tan polémicos en su día como las afirmaciones más recientes de que es posible enseñar a los chimpancés a usar el lenguaje. En Great Apes Fund, en Des Moines, Iowa, un bonobo (chimpancé pigmeo) de nombre Kanzi ha aprendido a comunicarse a través de símbolos. Kanzi maneja cerca de 380 símbolos y muestra señales de comprender su significado. Cuando lo asustó un castor, para el cual no tenía ningún símbolo, el bonobo indicó los símbolos para "agua" y "gorila" (animal que lo asusta). Los críticos dicen que esa comunicación es sólo un comportamiento condicionado. Los usos novedosos de los símbolos –por ejemplo, "gorila de agua"– se descartan como simples coincidencias.

 

Una excepción a estas actitudes existe desde hace mucho en el Instituto de Investigación de Primates, en la Universidad de Kyoto. La primatología japonesa es congruente con el precepto budista de que los humanos son parte de la naturaleza, y no están más arriba ni separados de ella. En el congreso La mente del Chimpancé, realizado el año pasado en Chicago, Tetsuro Matsuzawa habló sobre los primeros años de la primatología, cuando los científicos "desconocían lo emparentados que estamos". Y con un asombro imperturbable añadió: "Tan emparentados como caballos y cebras". En occidente, la actitud hacia los chimpancés ha cambiado gradualmente en las últimas décadas. La secuenciación del genoma del chimpancé, terminada en 2005, ha renovado el interés. Nueva Zelanda, los Países Bajos, Suecia y el Reino Unido han promulgado leyes que limitan la experimentación con grandes simios, y las Islas Baleares, en España, aprobaron una moción en 2007 concediéndoles derechos legales básicos. En 2006 una organización austriaca en favor de los derechos de los animales presentó una solicitud a un juzgado de distrito en Mödling para que se asignara un tutor legal a un chimpancé llamado Hiasl. La estrategia era otorgar un estatus de "persona legal" al peludo acusado (el juez fue comprensivo, pero se negó).

 

LA CHIMPANCÉ SISSY se sienta inmóvil y encorvada en un pequeño montículo de termitas a seis metros de nosotros. Sólo se mueve su brazo derecho; mete un trozo de liana de saba en un hoyo y luego la retira con suavidad, con unas termitas colgando de ella. La lleva con cuidado hasta su boca, como una jubilada que tomara una cucharada de sopa. El montículo descansa sobre una capa abierta de laterita guijarrosa, color ladrillo, que hace que el suelo parezca una cancha de tenis de arcilla. Al igual que la pesca con mosca, atrapar termitas es una actividad meditativa, sutilmente engañosa. La intenté algunas veces y ni siquiera pude encontrar un hoyo activo. Mi trozo de liana nunca se hunde más que unos pocos centímetros; los chimpancés entierran la suya medio metro. Pueden encontrar hoyos activos por medio del olfato, introduciendo la liana y luego oliendo la punta para buscar el aroma de las feromonas de las termitas soldado.

 

Los chimpancés de Fongoli comen termitas todo el año y no sólo en la temporada de sequía, cuando otros alimentos escasean. Las termitas forman, cuando menos, 6 % de la dieta de un chimpancé de Fongoli. Lo sabemos porque casi todas las tardes en punto de las seis, la asistente de investigación Sally Macdonald se sienta con un conjunto de tamices y baldes, y una o dos bolsas herméticas de plástico con las heces de chimpancé que los investigadores recogen casi diariamente. Examina las semillas de frutos, estima el porcentaje de fibra de hojas y yemas, y toma nota de los huesos de frutos y de pinzas de termitas. "La ciencia en todo su glamour", dice Macdonald muy seria. Su madre le manda bolsas herméticas pero desconoce su destino.

 

La estudiante de doctorado de Pruetz, Stephanie Bogart, dice que parte de la razón por la que los chimpancés buscan termitas es que son un alimento con un alto contenido calórico. Una porción de 100 gramos de termitas tiene 613 calorías, comparada con 166 de la gallina. Pero 100 gramos de termitas soldado son cientos de insectos, pescados poco a poco en un montículo. Es como comer un pastel migaja a migaja. A los chimpancés les deben gustar mucho. Sissy se levanta de su sitio en el montículo para seleccionar una nueva herramienta. Rompe un pedazo de liana y la examina. Satisfecha, la lleva en la boca de regreso al montículo, como una costurera que sujetara alfileres entre sus labios. Pruetz y otros investigadores plantean que los chimpancés hembras no sólo son más hábiles que los machos cuando se trata de fabricar y usar herramientas, también son más dedicadas. Craig Stanford concuerda en que probablemente fueron las mujeres las que primero condujeron a nuestra cultura hacia el uso de herramientas. Él supone que las herramientas más antiguas para conseguir alimento dieron paso a otras que servían para sacar carne de cadáveres que carnívoros grandes mataron y abandonaron. Y a su vez, estas herramientas allanaron el camino a la creación de instrumentos para matar presas. Esto hace mucho más impresionantes las observaciones de Pruetz sobre los chimpancés que afilan palos y los usan para atacar gálagos: las hembras de Fongoli parecen haber saltado directamente a las herramientas asesinas. No les falta mucho para inventar las pinzas para voltear la carne asada.

 

PRUETZ Y YO nos sentamos en un barranco arbolado donde los chimpancés descansan durante las horas más calurosas del día. Aquí la vegetación es más densa. Vemos a una esbelta serpiente verde moverse en la hierba. Arriba de nosotras, los pájaros cantan. Uno dice chirio, otro tuit. Un tercero dice gup gup gup gup gup, como el personaje de Curly en el antiguo programa de televisión Los tres chiflados (cuando pregunto cuál es ese, Pruetz me contesta, sin rastro de sarcasmo: "un pájaro". Es una mujer de intereses singulares). Pruetz me indica que mire hacia una maraña de lianas de saba. Donde yo veo una masa oscura, ella es capaz de distinguir seis animales. La mujer tiene vista de chimpancé (es una condición que permanece incluso mucho después de regresar a Iowa. "Llego a casa y busco chimpancés en el campus"). Los animales pueden estar tan bien escondidos y tan callados, que incluso a Pruetz le cuesta trabajo encontrarlos. A veces los localiza por el olor, el de chimpancé es una potente variante del olor corporal.

 

La escena de las lianas es de satisfacción doméstica. Yopogon acicala a Mamadou. Siberut se recarga contra un árbol y frota los dedos gordos de sus pies uno contra otro. Un par de jóvenes se mecen en las lianas, entrando y saliendo de un rayo oblicuo de sol. Uno de ellos usa el pie para impulsarse en un tronco y se pone a girar. Los otros se columpian de liana en liana, como Tarzán. Son casi dolorosamente lindos. Un chimpancé llamado Mike está acostado en una hamaca de ramas, con las piernas dobladas; uno de sus tobillos descansa sobre la rodilla opuesta. Tiene un brazo detrás de la cabeza, mientras que el otro está doblado y la mano cuelga indiferente, parece un vaquero que se recarga contra una cerca. Nos miramos fijamente durante 10 segundos. En parte porque su pose es tan humana, y en parte por la forma en que sostiene mi mirada, me encuentro sintiendo una conexión con Mike. Se lo confieso a Pruetz, quien admite tener sentimientos similares. A ella le importan los chimpancés de Fongoli como a uno le importa la familia. Envía emocionados correos electrónicos cuando nace un bebé y se preocupa cuando el viejo y casi ciego Ross desaparece por más de una semana. Pero en los congresos no muestra este lado suyo. Ahí todo es jerga y estadísticas, índices de afinidad entre pares y la "mezcla de quejidos y disgusto". Especialmente con los investigadores varones.

 

Una de las primeras cosas que aprenden los estudiantes de primatología es a evitar el antropomorfismo. Como los chimpancés se ven y actúan tan parecido a nosotros, es muy fácil malinterpretar sus acciones y expresiones; proyectar lo humano en donde no pertenece. Por ejemplo, sorprendo a Siberut mirando al cielo en lo que me parece una acción contemplativa, como si reflexionara sobre el elevado sentido de la vida. Lo que en realidad hace es reflexionar sobre los elevados frutos de saba. Pruetz me señala algunas ramas que están arriba de Siberut.

 

SIN EMBARGO ES IMPOSIBLE estar con los chimpancés, aunque sea poco tiempo, y no quedar pasmado por sus semejanzas con nosotros.

 

Hago una lista todo lo que he visto o leído, u oído decir a Pruetz, que ilustra esto. No sabía que los bostezos de los chimpancés son contagiosos, entre ellos y a los humanos. Sabía que los chimpancés se ríen, pero no que se enfadan si alguien se ríe de ellos. Sabía que los chimpancés en cautiverio escupen, pero no que ellos, al igual que nosotros, parecen considerar el escupir como la más extrema expresión de disgusto: un acto curiosamente reservado a los humanos. Sabía que si le das un gatito a un simio en cautiverio es capaz de cuidar de él, pero nunca había oído de un chimpancé salvaje que acogiera a uno, como lo hizo Tia con una cría de gineta. La lista continúa. Los chimpancés se levantan a mitad de la noche para comerse un bocadillo. Se acuestan sobre la espalda y juegan al "avioncito" con sus crías. Se besan. Se dan la mano. Se arrancan las costras antes de tiempo. El tabú del antropomorfismo parece extraño, dado que la cercanía –evolutiva, genética y conductual– entre ellos y nosotros es justo la razón por la que los estudiamos tan obsesivamente. Se han publicado más de mil estudios sobre ellos. Como alguna vez le dijo un colega a Pruetz, "Un chimpancé defeca en el bosque y se publica un artículo" (no es exageración. Hay uno que habla sobre el uso que hacen los chimpancés de las "servilletas de hoja").

 

En cuanto a los chimpancés, les intriga muy poco la conexión simio-humano. Mientras nosotros los hemos estado observando, ellos nos han ignorado casi por completo, a veces han volteado sobre su hombro para mirarnos mientras se mueven por la maleza. No hay temor en esa mirada, pero tampoco curiosidad o algún tipo de inclinación a socializar. Es una mirada que simplemente dice "son ellos de nuevo". Inclusive Mike. Sólo apartó su mirada de la mía y, deliberadamente –o eso parecía– se volteó para darme la espalda. En retrospectiva, diría que Mike me había estado mirando simple y sencillamente porque yo me encontraba en su campo de visión.

 

Los chimpancés empiezan a hacer sus nidos: rompen ramas con muchas hojas y las arrastran a las copas de los árboles. Pruetz esperará a que todos estén acostados antes de volver a la aldea. Nos sentamos a escuchar sus "gruñidos de nido": llamadas suaves y hondas que parecen expresar nada más que la profunda satisfacción que se siente al final del día, en un cómodo lecho.

http://ngenespanol.com/2008/03/casi-humanos/

Allan E. Ovalles C.

Electrónica del Estado Sólido

viernes, 14 de enero de 2011

BEBÉ DE HIELO

Un mamut congelado resurge casi perfecto tras 40 000 años, con muchas pistas sobre una gran especie extinta.

La pérdida de una madre

La manada de mamuts se acerca al torrente del río. Una cría camina cerca de las enormes patas de su madre, peinando de vez en cuando su largo y lustroso pelo con su trompa. El cielo es azul intenso y un viento seco silba entre los pastizales, que se hinchan como marejadas en una estepa de 18 000 kilómetros de anchura que abarca el arco septentrional del mundo de la Era Glaciar. El largo invierno ha terminado; llenan el aire el canto de las aves y la fragancia de limo húmedo.

 

Quizá el calor del sol vuelve a la madre descuidada y por un momento pierde la noción de dónde está su cría. Esta se dirige hacia el agua. Tropieza en la resbalosa ribera y se desliza dentro de una suspensión de arcilla, arena y nieve recién derretida. Lucha por liberarse, pero cada movimiento la lleva más al fondo. El fango le llega a la boca, a la trompa, a los ojos; desorientada, intenta jalar una bocanada de aire, pero en su lugar recibe una de cieno. Tosiendo, atragantándose, presa de una oleada de pánico, emite un terrible chillido que hace correr a su madre. Inhala con fuerza y absorbe el lodo hacia lo profundo de su tráquea, lo que sella sus pulmones.

 

Cuando su madre llega a la ribera, la cría está parcialmente sumergida en el lodo helado, agitándose débilmente y cayendo rápidamente en choque.

 

La madre barrita y se arremolina en la suave ribera, atrayendo al resto de la manada. Conforme observan, la cría se hunde bajo la superficie.

 

Cae la noche. La manada avanza, pero la madre se queda. La luz de una luna amarillenta proyecta su sombra jorobada sobre el lodo brillante. La luna se pone y las estrellas resplandecen en el gélido firmamento. Justo antes del amanecer, echa un último vistazo al lugar donde la tierra se tragó a su cría, se da la vuelta y sigue a la manada rumbo al norte, hacia los pastizales de verano.

 

Descubrimiento

Una mañana de mayo de 2007, en la Península de Yamal en la región noroccidental de Siberia, el pastor de renos del grupo nenet llamado Yuri Khudi, se hallaba en un banco de arena en el río Yuribey con tres de sus hijos, en concilio sobre un cadáver diminuto. Aunque nunca habían visto un animal así, lo conocían bien por los relatos que cantaba su pueblo durante las oscuras noches invernales en las chozas públicas. Este era un mamut bebé, la bestia que, a decir de los nenets, vaga por la helada oscuridad del inframundo, pastoreada por dioses infernales, así como los nenets pastorean sus renos por la tundra. Khudi había visto varias de las defensas (en el argot científico en español llaman defensas a lo que comúnmente se conoce como colmillos, por ser dientes incisivos y no caninos, por lo que así se utilizará en este texto. N. de la T.) de mamut, con forma de tirabuzón y tan gruesos como ramas de árbol, que su gente hallaba cada verano. Pero nunca había visto un animal entero, menos aún uno tan sorprendentemente bien conservado. Aparte de faltarle pelo y algunas pezuñas, se encontraba del todo intacto.

 

Khudi estaba inquieto. Sentía que era un descubrimiento importante, uno del que los demás deberían enterarse. Pero se negó a tocar el animal porque los nenets creen que los mamuts son presagios peligrosos. Incluso algunos nenets dicen que las personas que hallan un mamut están señaladas para una muerte prematura.

 

Khudi prometió aplacar las fuerzas infernales con el sacrificio de una cría de reno y una libación de vodka. Pero primero viajó 240 kilómetros hacia el sur, a la pequeña ciudad de Yar Sale, para consultar a un viejo amigo llamado Kirill Serotetto, más familiarizado con los usos del mundo exterior. Serotetto escuchó el relato de su amigo, luego lo apuró para que se reuniera con el director del museo local, quien persuadió a las autoridades de la localidad para que llevaran a Khudi y Serotetto en helicóptero al río Yuribey.

 

Cuando llegaron al banco de arena, sin embargo, el mamut había desaparecido.

 

Tierra de gigantes

Los mamuts son un grupo de elefantes extintos del género Mammuthus, cuyos ancestros emigraron de África hace unos 3.5 millones de años y se esparcieron por Eurasia, adaptándose a una variedad de ambientes de bosque, sabana y estepa. El más famoso de estos proboscidios es el mamut lanudo (Mammuthus primigenius), primo cercano de los elefantes actuales y de aproximadamente el mismo tamaño.

 

Apareció a mediados del Pleistoceno, hace más de 400 000 años, probablemente en Siberia nororiental. El mamut lanudo estaba muy bien adaptado al frío, con una densa capa interior, pelos de guardia de hasta 90 centímetros de largo y orejas pequeñas y peludas. Las inmensas defensas curvas, utilizadas principalmente para combatir, tal vez también hayan sido útiles para buscar alimento bajo la nieve. Como los mamuts al morir solían quedar enterrados en sedimentos congelados, muchos de los restos han sobrevivido hasta la época actual, en especial en vastas zonas de permafrost de Siberia.

 

De hecho, los relatos sobre el inframundo de los nenets son ciertos: el subsuelo siberiano está repleto de mamuts lanudos. Durante el deshielo de cada verano, cientos de defensas, otros dientes y huesos aparecen en las riberas de los ríos y lagos y a lo largo del litoral, liberados por la erosión del suelo congelado donde han yacido durante decenas de miles de años. A partir de que el botánico Mikhail Ivanovich Adams recuperó en 1806 el primer cuerpo de mamut lanudo en Siberia, se ha hallado cerca de una docena de especímenes de tejido blando, incluso varias crías cuyas edades oscilan entre recién nacidos hasta un año. Sin embargo, ningún cuerpo, sin importar su edad, estaba tan completo como la criatura que Yuri Khudi había hallado –y perdido en ese momento– en el río Yuribey.

 

En la era de los mamuts, el paisaje de la mayor parte de esa zona tenía un aspecto muy distinto al de los áridos brezales y la cenagosa tundra que hoy rodean el río. El aire era más seco, la cubierta nubosa era limitada y los fuertes vientos azotaban los cielos de un azul eléctrico. En lugar de la tundra crecía una vasta y árida pradera que el paleobiólogo R. Dale Guthrie ha llamado la estepa del mamut, que se extiende desde Irlanda hasta Kamchatka, cruzando el Puente de Beringia hacia Alaska, Yukón y gran parte de América del Norte. Los pastizales, hierbas de hojas anchas y arbustos bajos de la estepa suministraron alimento nutritivo para, además de los mamuts, otra megafauna mamífera exuberantemente peluda: rinocerontes lanudos, enormes bisontes de cuernos largos y castores del tamaño de osos, así como los aterradores carnívoros que los cazaban: tigres dientes de sable, osos gigantes de hocico corto y hienas de las cavernas.

 

Más tarde, entre 14 000 y 10 000 años antes de esta era, los mamuts desaparecieron de la mayor parte de su zona, junto con casi todos las otras especies de mamíferos grandes del Hemisferio Norte, hasta 70 % de ellas en algunas regiones. Estas extinciones fueron tan amplias que los científicos han evocado una serie de sucesos cataclísmicos para explicarlas: el impacto de un meteorito, una gran enfermedad virulenta transmitida entre especies e incendios y sequías mortales. Sin embargo, dado que las extinciones coincidieron con el fin de la glaciación más reciente, muchos investigadores creen que la causa principal de la gran desaparición fue el marcado aumento en la temperatura, que alteró dramáticamente la vegetación. Una reciente simulación por computadora de los cambios en el paisaje durante el Pleistoceno superior sugiere que desapareció 90 % del antiguo hábitat del mamut.

 

Las extinciones también coincidieron con la llegada de otra fuerza que alteró el ecosistema. Los seres humanos modernos surgieron en África hace unos 195 000 años y se propagaron hacia el norte de Eurasia hace alrededor de 40 000 años. Con el paso del tiempo, la expansión de sus poblaciones llevó aparejada una presión creciente para sus presas. Además de explotar a los mamuts como alimento (un macho grande sacrificado en el otoño sustentaría a una banda de hambrientos cazadores durante muchos días de escasez invernal) utilizaban sus huesos y marfil para fabricar armas, instrumentos, figuritas e incluso moradas. Algunos científicos consideran que estos cazadores humanos, que utilizaban letales lanzas con puntas de piedra, tuvieron tanta culpa de la gran extinción como el cambio climático. Algunos otros dicen que la causaron. El debate sobre la extinción de la megafauna es uno de los más vivos en la paleontología actual, y no es probable que se resuelva mediante un espécimen único, sin importar cuán completo esté. Sin embargo, Khudi tenía razón: el ahora extraviado bebé (su carne, sus órganos internos, sus defensas de leche y demás dientes, sus huesos, el contenido de su estómago, todos intactos) sería de enorme interés para el mundo exterior.

 

También sospechaba que una persona dispuesta a encargarse de algo así probablemente obtendría una buena ganancia: los comerciantes de marfil visitaban con regularidad la región para comprar defensas de mamut, y quién sabe cuánto pagarían por un mamut intacto. Las sospechas de Khudi pronto recayeron en uno de sus propios primos, a quien algunos nenets lugareños habían visto en el banco de arena y, más tarde, alejarse en su trineo tirado por renos con dirección a la ciudad de Novy Port.

 

Khudi y Serotetto salieron en su persecución en una motonieve. Al llegar, encontraron a la pequeña mamut apoyada contra la pared de un almacén. Las personas tomaban fotos con sus teléfonos celulares. El propietario del almacén había comprado el cuerpo al primo de Khudi por dos motonieves y comida para un año. Aunque ya no estaba tan perfecto (unos perros callejeros le habían roído parte de la cola y la oreja derecha), con ayuda de algunos policías de la localidad, Khudi y Serotetto pudieron reclamar a la cría. El cuerpo fue envuelto y enviado en helicóptero para su resguardo al Museo Shemanovsky de Salejard, la capital regional.

 

"Por fortuna hubo un final feliz –dice Alexei Tikhonov, director del Museo Zoológico de San Petersburgo y uno de los primeros científicos en observar a la cría–. Yuri Khudi rescató el mamut mejor conservado que nos llega de la época glaciar".

 

Los agradecidos funcionarios la nombraron Lyuba, en honor a la esposa de Khudi.

 

Pistas en un diente

Tikhonov sabía que nadie estaría más emocionado por el hallazgo que Dan Fisher, un colega estadounidense de la Universidad de Michigan. Fisher es un paleontólogo que ha dedicado gran parte de los últimos 30 años a entender la vida de los mamuts y mastodontes del Pleistoceno, combinando estudios de fósiles con investigación experimental muy práctica. Intrigado por saber cómo los cazadores paleolíticos lograron almacenar carne de mamut sin que se echara a perder, Fisher tasajeó un caballo de tiro utilizando algunos instrumentos que él mismo cinceló, luego guardó la carne en un bebedero. Conservada naturalmente en el agua por microbios llamados lactobacilos, la carne emitía un olor ligeramente ácido, agridulce, que disuadía a los carroñeros, incluso cuando flotaba hacia la superficie. Para probar si era agradable al paladar, Fisher cortó y comió filetes de la carne cada dos semanas desde febrero hasta bien entrado el verano, demostrando así que los cazadores de mamuts pudieron haber almacenado sus presas de la misma manera.

 

Tikhonov invitó a Fisher a Salejard en julio de 2007, junto con Bernard Buigues, cazador francés de mamuts que contribuyó al estudio científico de varios descubrimientos anteriores de mamuts. Tanto Fisher como Buigues habían examinado otros especímenes, incluso crías; no obstante, se hallaban en condiciones relativamente malas y sólo fue posible realizar un pobre trabajo práctico. Lyuba fue otra historia.

 

"Cuando la vi –afirma Fisher–, lo primero que pensé fue: '¡Oh, Dios mío, está perfecta! ¡Incluso tiene sus pestañas!'. Parecía que recién se había dormido. De pronto, lo que había luchado por ver durante tanto tiempo yacía justo frente a mí para tocarlo". Además de faltarle el pelo y algunas pezuñas, y del daño que sufrió después de ser descubierta, la única imperfección en su aspecto inmaculado era una marca curiosa en su rostro, justo arriba de la trompa. Pero su aspecto general y la saludable joroba detrás del cuello sugerían que la cría había estado en excelentes condiciones al morir. Un examen más profundo de su dentadura, órganos internos, contenido del estómago y otras características prometía revelar abundante información nueva sobre la biología y forma de vida de un mamut normal.

 

Fisher estaba especialmente emocionado por una parte concreta de la anatomía de Lyuba: sus defensas de leche. Las defensas son incisivos modificados que crecen continuamente en capas de depósitos a lo largo de la vida de un animal. Durante 30 años de estudiar defensas de mamut, Fisher había descifrado que estos depósitos se acumulaban cada año, semanalmente e incluso con incrementos diarios y que, como los anillos de un árbol, contenían un registro pormenorizado de la historia de vida del animal. Las capas gruesas representaban el rico ramoneo estival, mientras que las delgadas indicaban un ramoneo invernal escaso. En las capas ubicadas en la raíz de la defensa, las últimas en formarse, Fisher halló pistas de cómo había muerto un mamut: una mengua lenta causada por lesión, enfermedad o tensión ambiental, o el rompimiento marcado de la muerte súbita. También descubrió que los niveles de determinados elementos químicos e isótopos presentes en las defensas brindaban datos acerca de la dieta del animal, así como del clima, incluso cambios importantes en la ubicación, como alguna migración.

 

A lo largo de su carrera, Fisher ha tomado cientos de muestras de defensas y está convencido de que sugieren una respuesta a la irritante pregunta sobre la gran extinción del Pleistoceno superior. Por lo menos en la región de los Grandes Lagos de América del Norte, donde se desenterró el grueso de sus muestras, las defensas de mamuts y mastodontes muestran que estos animales seguían prosperando, pese al cambio climático del Pleistoceno superior. Para Fisher, sin embargo, las defensas solían tener reveladores indicios de caza humana. Había realizado una labor limitada en Siberia, pero sus mediciones de defensas de la Isla Wrangel, frente a la costa nororiental de Siberia, donde se extinguieron los últimos mamuts hace 3 900 años, sugieren conclusiones similares.

 

Un problema con la interpretación de las defensas de mamut era que casi nunca aparecían unidas al animal, dificultándole a Fisher comprobar sus inferencias acerca de la salud y la edad. El magnífico estado de conservación de Lyuba prometía cambiar eso. Al ofrecer pruebas directas de su alimentación y estado de salud, el contenido estomacal e intestinal, así como la cantidad de grasa en su cuerpo, podrían brindar una corroboración independiente del breve "diario" de alimentación registrado en sus defensas de leche aún sin salir. "En este caso no necesitamos una máquina del tiempo para ver cuán exacto es nuestro trabajo –señala Fisher–. Más aún, dado que las defensas de leche crecen desde la gestación hasta alrededor del alumbramiento, Lyuba podría arrojar una nueva luz sobre un periodo crucial en la vida de un mamut: el tiempo en el vientre materno (calculado en 22 meses, con base en el tiempo de gestación de un elefante), seguido del nacimiento. El momento del nacimiento, un suceso traumático para cualquier mamífero, se registra en una microestructura dental por medio de una línea neonatal clara. Al comparar el desarrollo de sus defensas de leche con el de los elefantes, los científicos calcularon que su edad al morir era de cuatro meses. Contar los incrementos en el marfil acumulado después de la línea neonatal brindaría una edad mucho más exacta.

 

Para comenzar el análisis, se enviaron muestras de tejido de Lyuba a los Países Bajos, donde pruebas de datación por carbono 14 revelaron que había muerto hacía unos 40 000 años. No obstante, para que los científicos investigaran más a fondo, ella misma tendría que viajar. En diciembre de 2007, Buigues dispuso que el espécimen fuera transportado a Japón en un recipiente refrigerado para que Naoki Suzuki, de la Facultad de Medicina de la Universidad Jikei, le realizara una tomografía computarizada. La prueba confirmó que su esqueleto, dientes y tejidos blandos estaban indemnes, y sus órganos internos parecían en gran medida intactos. Los extremos de su trompa y su garganta, boca y tráquea estaban llenos de sedimento denso, lo cual sugirió a Fisher que había muerto por asfixia. La tomografía también reveló manchas opacas extrañas en los rayos X de sus tejidos blandos y una distorsión de ciertos huesos. Estas anomalías presentaban otro acertijo: después de 40 milenios en el suelo (y quién sabe cuánto tiempo expuesta en la superficie), ¿por qué estaba tan bien conservada?

 

En mayo de 2008, la notable condición de Lyuba era aún más desconcertante, cuando Fisher y Buigues visitaron el río Yuribey. Justo arriba del banco de arena donde había sido hallada se erguía un alto risco escarpado, que el río debilitaba continuamente. Bloques de permafrost, algunos tan grandes como casas, se inclinaban sobre el borde del risco. Quizá Lyuba había sido congelada en un bloque que había caído al agua durante el deshielo anterior y llegó hasta el banco de arena cuando el río había subido brevemente hasta ese nivel, hinchado por el deshielo. Había un solo problema: los hijos de Yuri Khudi la habían encontrado allí en mayo de 2007, antes del deshielo primaveral. A menos que hubiera ascendido desde el inframundo y caminado hacia el banco por su propio pie, la única explicación era que se había desprendido del permafrost y había llegado a descansar ahí casi un año antes de ser descubierta, durante el deshielo de junio de 2006. Para Fisher, de pie en el lugar dos años más tarde, no tenía sentido.

 

"Debió yacer en esta ribera todo ese tiempo –le dijo a Buigues–, incluso todo un verano expuesta al sol. ¿Por qué no se descompuso ni fue atacada por carroñeros?".

 

Fisher y Buigues habían hecho lo posible para entender las circunstancias de la muerte de la cría y su misteriosa conservación. Más respuestas tendrían que venir de Lyuba misma.

 

Autopsia

El 4 de junio de 2008, en un laboratorio de genética de San Petersburgo, Rusia, Fisher, Buigues, Suzuki, Alexei Tikhonov y otros colegas, vestidos con trajes blancos de tyvek y máscaras quirúrgicas, comenzaron un maratón: tres días de series de pruebas e intervenciones quirúrgicas a Lyuba. Los científicos utilizaron un taladro eléctrico para tomar una muestra de la joroba de grasa detrás del cuello, buscaron ácaros en las orejas y el pelo, seccionaron su abdomen y sacaron cortes de su intestino para estudiar qué había comido. Por último, al tercer día, Fisher seccionó el rostro de Lyuba y extrajo un colmillo de leche, así como otros cuatro premolares.

 

En un inicio, los investigadores la mantuvieron congelada rodeándola de tinas de plástico con hielo seco. Más tarde, para facilitar las intervenciones más lesivas, permitieron su lento descongelamiento, vigilando la presencia de signos de putrefacción. Conforme su carne se calentaba, Fisher advirtió un olor anómalo, levemente ácido; lo halló familiar pero no podía precisarlo del todo. También notó que los dientes del mamut no estaban sostenidos en sus alvéolos por el tejido conectivo usual, y que sus músculos se habían separado del hueso en lugares en los que, en un espécimen normal, habrían estado firmemente cementados. "Eso me dejó pasmado por completo –asevera Fisher–. Me preguntaba una y otra vez: '¿Qué pasa aquí? ¿Qué significa esto?'. Sin embargo, no había mucho tiempo para la reflexión".

 

Las zonas opacas en los rayos X, visibles en la tomografía computarizada, resultaron cristales de vivianita de color azul intenso, formados probablemente por el fosfato que se filtró de sus huesos. Fisher advirtió una mezcla densa de arcilla y arena en su boca y garganta, lo cual apoyaría la hipótesis, formulada a partir de la tomografía, de que se había asfixiado, tal vez con lodo de la ribera. De hecho, el sedimento en la trompa de Lyuba estaba tan compactado que Fisher lo consideró como una posible explicación de la marca en su rostro. Si luchaba frenéticamente por respirar e inhalaba convulsivamente, quizá se creó un vacío parcial en la base de la trompa, aplanando sus tejidos suaves contra la frente.

 

Para Fisher, las circunstancias de la muerte de Lyuba eran claras (Suzuki propondría más tarde una interpretación distinta, al observar más pruebas de ahogamiento que de asfixia). Al concluir la autopsia, cuando Fisher y sus colegas suturaban el pequeño cuerpo de la mamut, él también tuvo una revelación sobre su olor peculiar.

 

Al relajarse su mente después del intenso esfuerzo de los últimos tres días, de pronto recordó su experimento con el caballo de tiro y el olor que despedían sus inflados pedazos de carne, encurtidos naturalmente por los lactobacilos, cuando flotaban a la superficie en el bebedero. Lyuba tenía el mismo olor. Por fin tenía sentido su magnífico estado de conservación. Literalmente había sido encurtida después de su muerte, lo que la protegió de la podredumbre una vez que su cuerpo quedó expuesto de nuevo, miles de años después. El ácido láctico producido por los microbios también pudo causar la extraña distorsión ósea y la separación muscular que Fisher había advertido durante la autopsia, y quizá provocó la formación de los cristales de vivianita al liberar fosfato de sus huesos.

 

De suerte que Lyuba tal vez murió por dar un mal paso dentro o cerca de un río lodoso, y fue conservada para la ciencia por una combinación de casualidad bioquímica y la singular determinación de un pastor nenet. Aunque hay estudios en curso, la mamut también ha comenzado a revelar los secretos de su corta vida, así como algunas pistas sobre la suerte que corrió su especie.

 

Su estado saludable y bien nutrido fue confirmado por su desarrollo dental, una afirmación gratificante para Fisher de que los registros dentales son un fiel indicador para evaluar la salud con base en la sola dentadura y, por consiguiente, resultan fundamentales para investigar las causas de la extinción de los mamuts. El análisis de su bien conservado ADN ha revelado que pertenecía a una población de Mammuthus primigenius que, poco después, sería reemplazada por otra que emigró a Siberia desde América del Norte. En una escala más íntima, el intestino de Lyuba contenía heces de un mamut adulto, probablemente de su madre, prueba de que las crías de mamut, como sus primos contemporáneos los elefantes, comían las heces de su madre para inocular sus tripas con microbios, en preparación para digerir plantas.

 

Por último, los premolares y el colmillo de Lyuba revelaron que había nacido a fines de la primavera y que apenas tenía un mes de edad cuando murió. Las últimas capas de su colmillo repetían el esquema que Dan Fisher asocia con una muerte accidental: una serie de días uniformes y prósperos que tienen un final abrupto.

http://ngenespanol.com/2009/05/bebe-de-hielo-articulos/

Allan E. Ovalles C.

Electrónica del Estado Sólido